domingo, 12 de marzo de 2017



OJOS DE GUERRA

 

Lo veo ahora en el reflejo de unos ojos ajenos, tan alejados de esa barbarie como lo puede estar un niño de la vejez en que me encuentro. Lo siento ahora más claro que nunca pero con la misma sensación de miedo que me ahogaba ese ensangrentado mes de 1937.

Me llamaban el Señorito Rojo en la trinchera. Por origen. Por ideales. Por un mejunje de todo eso. Por ser el intelectual oficioso del batallón y por haber escrito folletos de mil palabras que no nos salvarían de las bombas. Libros y armas para la batalla final por la justicia. Mi insistencia en ocupar las primeras líneas me ganó el respeto momentáneo de hombres más fuertes y más humildes. Pero me pusieron con la Tuerta. Siempre pensé que la habían aceptado porque era lo que se suponía que debían hacer. Nada más. A la hora de la verdad, fuera del cántico solidario y las ideas comunistas, lo que acertaban a decir cuando hablaban de ella es que se había cepillado a medio batallón, que había matado con una piedra a su marido por llevarle la contraria en una discusión, y que era más fuerte que cualquier hombre. Tres rancias mentiras. Así que nos pusieron de pareja como se aleja lo que no se llega a entender.

Mi primer y último día con la Tuerta en la trinchera fue rápido. Todo ocurrió en menos de un segundo. En lo que tardan en cerrarse y abrirse unos ojos al pestañear. Y ella solo tenía uno, como si el origen humilde y la suerte esquiva le llegaran hasta los órganos del cuerpo desnutrido. La última vez que vi su ojo negro profundo lo tenía cubierto de barro y sangre. Se encontraba junto a mí, a punto del salto de trinchera, a punto de la muerte. La instrucción era clara. Primera posición a la señal, cavar con nuestras manos sin uñas en tierra donde hubiéramos podido llegar, y segunda salida. Yo estaba en la primera posición. En mi primer combate. Ella iba para la segunda tanda, justo en la línea anterior. Nadie había podido negárselo. Si es que se habían cansado de repetir que esto era igualdad para todos, ricos y pobres, hombres y mujeres. Y todo estalló por los aires al primer suspiro de guerra real. Estaba muerto de miedo, como nunca hubiera imaginado. Asombrado de que mis ideas y mis libros me hubieran llevado hasta ese frio lugar de España, donde el miedo había tomado posesión de mi joven cuerpo. Me temblaban manos y pies. Solo ella lo veía y callaba. El comisario se acercaba a las líneas, pistola en mano, dispuesto a disparar al indeciso. La Tuerta sabía que yo jamás saldría. Una ráfaga suave del enemigo me salvó. La tuerta le hizo indicaciones al comisario. Hombre herido. Ella tomaba mi posición en la primera tanda. Se colocó en mi lugar. Me tocó el hombro con suavidad mientras su mirada me empujaba a la segunda línea. Escupió las palabras como si fueran leídas por el ser humano más sabio de la historia, cuando era analfabeta, cuando yo nunca la había oído hablar más que a gritos en respuesta a soflamas comunistas:


-Esta guerra la perdemos Señorito, pero la vamos a luchar porque así se consiguen las cosas. La siguiente la ganaremos. Y entonces sí, ya seremos todos iguales para siempre.


Y al silbato ella saltó la primera, corriendo más que nadie, sola frente al horizonte de truenos y relámpagos metálicos. Alcé la cabeza, la oí gritar y caer. Y vi cómo se daba la vuelta saludándome con lo que parecía el pestañear de un ojo negro camino de la nada.

Poco después, apagados truenos y relámpagos, alguien cuerdo en una guerra sin cabeza pensó que habían muerto ya bastantes. Los combates cesaron durante un momento silencioso que llegó hasta el día siguiente, cuando carne de cañón en mejor estado tomó la primera línea.

Salí de aquella batalla ileso. Vomitado de aquella guerra y de todo lo que vino después. Lo hice como se sobrevive en tiempo de posguerra. Mintiendo muchas más veces que las tres de la Tuerta, abrazándome a familiares que antes repudiaba, cambiando de chaqueta a cada segundo. Todo eso pasó también en otro pestañear de años huecos. Más tranquilo que el último de la Tuerta pero más amargo. Viví pensando en ella como medida de todas las cosas hasta que, como solo los hombres que pierden el alma hacen, la olvidé poco a poco. Otro pestañeo lento y moribundo, como copos de nieve amarga que caen sobre el recuerdo y sepultan lo que una vez fue tan importante.

Y ahora, en tiempos de libertad, vuelvo a ver ese ojo de repente, en mis últimas tardes han venido a visitarme él y los ecos olvidados de las bombas y sus muertos. Han vuelto para decirme que tal vez todo fue para nada, que como dijo la Tuerta, no vale con bienintencionados llenos de libros e ideales. No vale con eso. Miro por última vez en el reflejo de los ojos negros de mi criada y sé que solo les queda luchar.
Y ahora la conjunción y yo vamos a publicar un nuevo relato para Zenda. Historias para la Igualdad.

viernes, 6 de enero de 2017


El día del Fin del Mundo y la Sirena

 
Todo era/es una cuestión de tiempo. Apenas duraba un segundo y moría en un lento quejido. Ambos policías miraban con resignación el cuadro de mandos del coche patrulla cada vez que la probaban. Era como si la oscuridad afectara al funcionamiento de todas las cosas de este mundo. Luego, con la extraña naturalidad de los actos reflejos, volvían la mirada a los ventanales agrietados del restaurante de la estación de servicio. Movían las manos heladas debajo de los guantes ordenando calma sin convicción, y probaban la sirena. Otra vez.

¿Era necesaria?

 En modo alguno.

 Ya todos al otro lado del ventanal lo sabíamos. Radios, televisión e internet lo habían confirmado antes de dejar de funcionar en ese mismo orden. Era el día del fin del mundo. La extraña oscuridad que lo inundaba todo y ya impedía ver la lejana autopista de pago parecía ser la línea divisoria del propio fin. Lo que ya no se veía lo dábamos por muerto. La línea había avanzado las últimas horas como un ejército silencioso, para dejar de hacerlo desde hacía ya unos eternos minutos.

 La gente había reaccionado. Cada persona a su manera. Cada atónito segundo cambiando las actitudes y las pausas. Ninguno reaccionó como lo habría esperado. Ni siquiera yo mismo. Noqueado y perplejo todavía por su última frase.

 “Menos mal que no tuvimos el niño”

 La peor frase en el peor momento. Cómo si eso importara. Como si el hecho de que no fueran a morir todos los niños del mundo este día no fuera más importante. Como si refutara nuestra vida en pareja al completo. Como si nuestra unión pasajera y consentida no hubiera merecido la pena sólo porque el mundo tenía fecha de caducidad.

 Hoy

 La sirena sonó de nuevo, más ahogada y menos rato, y yo volví la vista en dirección opuesta. Hacia el interior del restaurante de carretera secundaria. Hacia ella. Se encontraba en uno de los grupos, cincelados en la relativa alegría que produce la pertenencia a algo, siquiera por un pequeño momento. El grupo más numeroso, que denominé rápidamente “de los móviles”. El menos resignado. El más previsible. Encorvados hacia los aparatos, últimos modelos inteligentes de la historia, pero sin capacidad para hacer algo frente al fin del mundo. Lo que les convertían en tan poco útiles como la sirena. Y cuando las baterías morían, y lo viví varias veces, sus usuarios pasaban al segundo grupo más numeroso. El de la barra. El de la bebida. El que empezaba con voz baja y acababa en alarido o lloro. Sus habitantes originales se habían reconocido perfectamente desde el inicio. Eran gestos encontrados en un bar. Eran eternos.

El tercer grupo, apenas cuatro o cinco, el de público más escaso. Los filósofos. Sin respuestas. Bocas de discursos que acababan en la nada oscura antes de que ésta llegara. Ni siquiera se ponían de acuerdo en el significado de que el fin llegara precisamente un día como hoy.

 Hoy

 “¿A quién se le ocurre una excursión en una fecha como ésta?”

 Todavía estaba aturdido por las palabras. El recuerdo de su penúltima frase hizo que intentase buscarla con la mirada entre el gentío. La contemplé, ahora sola, fumando indiferente, al final de la barra. Compañera de los fumadores, grupo permeable a los otros y nutrido por ellos, resignados seres humanos.

 La sirena sonó de nuevo, esta vez sola, cuando los policías ya no lo intentaban. Tal vez un acto reflejo. Tal vez otro lamento corto en la noche extraña. Cuando nadie hacía caso.

 El tiempo pasó lento.

 Observé ahora a los grupos que habían empezado el día como familias y acababan disgregadas como si los minutos fueran décadas. La más alborotadora. Mi preferida. La familia que se había sentado detrás de nosotros en la excursión proseguía con sus riñas, ahora tan fuera de lugar, con ambos hijos absortos en sus móviles, como si el WhatsApp funcionara, tratando de sacar de quicio a sus padres una vez más.

Y recordé a los niños, ya nunca mayores. Otra cuestión de tiempo.

Y ella. La niña de los ojos tristes seguía llorando. Ajena a todo. Sola como la sirena. Lloraba, como un poema emotivo que ya no se escribiría en ninguna parte del mundo.

 El resto de niños aprovechaban una improvisada función de cine, gracias al viejo proyector VHS del dueño del bar y su selección de descoloridas cintas. Y los dos policías lo consiguieron por fin y el sonido largo de la sirena significó una cosa diferente para cada uno. Los niños miraban el coche con ojos iluminados. Como el inicio de una fiesta. Los móviles apretados en manos humanas disparaban fotografías condenadas a la temporalidad. La barra, abarrotada de copas alzadas en brindis silenciosos. Y los filósofos, paralizados, seguían sin encontrar la respuesta a nada.

 Y de repente la oscuridad reemprendió la marcha. Un grupo se lo anunció a otro y la noticia se propagó. Los móviles se desprendieron de las manos, y los fumadores tiraron sus últimas colillas. Y todos vieron luz en la parte de atrás, una pradera de tierras deshabitadas. Las personas, ahora gente, se apelotonaron. Todos los grupos se hicieron uno. Todos salieron. Ella me buscó con los ojos, antes de partir hacia la nada, pero yo la rechacé con la mirada. Corrí instintivamente hacia la niña de los ojos tristes. La abarqué con mis brazos. Con mi fuerza de hombre. Los contemplé mientras salían.

 La tensa calma dio paso al pánico y éste, en unos segundos, al silencio.

 Mientras tanto, yo abrazaba a la niña. Y después del silencio que ya nadie vivió, la sirena sonó por última vez. Sola en la noche. Y para cada ser hubiera significado algo diferente.

 Y dentro del silencio, cuando el tiempo había muerto, la niña alzó la vista y se encontró con mis ojos. No me lo pidió pero yo le hablé.

 “No te preocupes. Mañana es Navidad y tú y yo vamos a vivir para siempre.”
Y ahora os dejo con un cuento de Navidad
En breve. En primicia