viernes, 6 de enero de 2017


El día del Fin del Mundo y la Sirena

 
Todo era/es una cuestión de tiempo. Apenas duraba un segundo y moría en un lento quejido. Ambos policías miraban con resignación el cuadro de mandos del coche patrulla cada vez que la probaban. Era como si la oscuridad afectara al funcionamiento de todas las cosas de este mundo. Luego, con la extraña naturalidad de los actos reflejos, volvían la mirada a los ventanales agrietados del restaurante de la estación de servicio. Movían las manos heladas debajo de los guantes ordenando calma sin convicción, y probaban la sirena. Otra vez.

¿Era necesaria?

 En modo alguno.

 Ya todos al otro lado del ventanal lo sabíamos. Radios, televisión e internet lo habían confirmado antes de dejar de funcionar en ese mismo orden. Era el día del fin del mundo. La extraña oscuridad que lo inundaba todo y ya impedía ver la lejana autopista de pago parecía ser la línea divisoria del propio fin. Lo que ya no se veía lo dábamos por muerto. La línea había avanzado las últimas horas como un ejército silencioso, para dejar de hacerlo desde hacía ya unos eternos minutos.

 La gente había reaccionado. Cada persona a su manera. Cada atónito segundo cambiando las actitudes y las pausas. Ninguno reaccionó como lo habría esperado. Ni siquiera yo mismo. Noqueado y perplejo todavía por su última frase.

 “Menos mal que no tuvimos el niño”

 La peor frase en el peor momento. Cómo si eso importara. Como si el hecho de que no fueran a morir todos los niños del mundo este día no fuera más importante. Como si refutara nuestra vida en pareja al completo. Como si nuestra unión pasajera y consentida no hubiera merecido la pena sólo porque el mundo tenía fecha de caducidad.

 Hoy

 La sirena sonó de nuevo, más ahogada y menos rato, y yo volví la vista en dirección opuesta. Hacia el interior del restaurante de carretera secundaria. Hacia ella. Se encontraba en uno de los grupos, cincelados en la relativa alegría que produce la pertenencia a algo, siquiera por un pequeño momento. El grupo más numeroso, que denominé rápidamente “de los móviles”. El menos resignado. El más previsible. Encorvados hacia los aparatos, últimos modelos inteligentes de la historia, pero sin capacidad para hacer algo frente al fin del mundo. Lo que les convertían en tan poco útiles como la sirena. Y cuando las baterías morían, y lo viví varias veces, sus usuarios pasaban al segundo grupo más numeroso. El de la barra. El de la bebida. El que empezaba con voz baja y acababa en alarido o lloro. Sus habitantes originales se habían reconocido perfectamente desde el inicio. Eran gestos encontrados en un bar. Eran eternos.

El tercer grupo, apenas cuatro o cinco, el de público más escaso. Los filósofos. Sin respuestas. Bocas de discursos que acababan en la nada oscura antes de que ésta llegara. Ni siquiera se ponían de acuerdo en el significado de que el fin llegara precisamente un día como hoy.

 Hoy

 “¿A quién se le ocurre una excursión en una fecha como ésta?”

 Todavía estaba aturdido por las palabras. El recuerdo de su penúltima frase hizo que intentase buscarla con la mirada entre el gentío. La contemplé, ahora sola, fumando indiferente, al final de la barra. Compañera de los fumadores, grupo permeable a los otros y nutrido por ellos, resignados seres humanos.

 La sirena sonó de nuevo, esta vez sola, cuando los policías ya no lo intentaban. Tal vez un acto reflejo. Tal vez otro lamento corto en la noche extraña. Cuando nadie hacía caso.

 El tiempo pasó lento.

 Observé ahora a los grupos que habían empezado el día como familias y acababan disgregadas como si los minutos fueran décadas. La más alborotadora. Mi preferida. La familia que se había sentado detrás de nosotros en la excursión proseguía con sus riñas, ahora tan fuera de lugar, con ambos hijos absortos en sus móviles, como si el WhatsApp funcionara, tratando de sacar de quicio a sus padres una vez más.

Y recordé a los niños, ya nunca mayores. Otra cuestión de tiempo.

Y ella. La niña de los ojos tristes seguía llorando. Ajena a todo. Sola como la sirena. Lloraba, como un poema emotivo que ya no se escribiría en ninguna parte del mundo.

 El resto de niños aprovechaban una improvisada función de cine, gracias al viejo proyector VHS del dueño del bar y su selección de descoloridas cintas. Y los dos policías lo consiguieron por fin y el sonido largo de la sirena significó una cosa diferente para cada uno. Los niños miraban el coche con ojos iluminados. Como el inicio de una fiesta. Los móviles apretados en manos humanas disparaban fotografías condenadas a la temporalidad. La barra, abarrotada de copas alzadas en brindis silenciosos. Y los filósofos, paralizados, seguían sin encontrar la respuesta a nada.

 Y de repente la oscuridad reemprendió la marcha. Un grupo se lo anunció a otro y la noticia se propagó. Los móviles se desprendieron de las manos, y los fumadores tiraron sus últimas colillas. Y todos vieron luz en la parte de atrás, una pradera de tierras deshabitadas. Las personas, ahora gente, se apelotonaron. Todos los grupos se hicieron uno. Todos salieron. Ella me buscó con los ojos, antes de partir hacia la nada, pero yo la rechacé con la mirada. Corrí instintivamente hacia la niña de los ojos tristes. La abarqué con mis brazos. Con mi fuerza de hombre. Los contemplé mientras salían.

 La tensa calma dio paso al pánico y éste, en unos segundos, al silencio.

 Mientras tanto, yo abrazaba a la niña. Y después del silencio que ya nadie vivió, la sirena sonó por última vez. Sola en la noche. Y para cada ser hubiera significado algo diferente.

 Y dentro del silencio, cuando el tiempo había muerto, la niña alzó la vista y se encontró con mis ojos. No me lo pidió pero yo le hablé.

 “No te preocupes. Mañana es Navidad y tú y yo vamos a vivir para siempre.”
Y ahora os dejo con un cuento de Navidad
En breve. En primicia