El día del Fin del Mundo y la Sirena
Todo era/es una cuestión de tiempo. Apenas duraba un segundo
y moría en un lento quejido. Ambos policías miraban con resignación el cuadro
de mandos del coche patrulla cada vez que la probaban. Era como si la oscuridad
afectara al funcionamiento de todas las cosas de este mundo. Luego, con la
extraña naturalidad de los actos reflejos, volvían la mirada a los ventanales
agrietados del restaurante de la estación de servicio. Movían las manos heladas
debajo de los guantes ordenando calma sin convicción, y probaban la sirena.
Otra vez.
¿Era necesaria?
En modo alguno.
Ya todos al otro lado del ventanal lo sabíamos. Radios,
televisión e internet lo habían confirmado antes de dejar de funcionar en ese
mismo orden. Era el día del fin del mundo. La extraña oscuridad que lo inundaba
todo y ya impedía ver la lejana autopista de pago parecía ser la línea
divisoria del propio fin. Lo que ya no se veía lo dábamos por muerto. La línea
había avanzado las últimas horas como un ejército silencioso, para dejar de hacerlo
desde hacía ya unos eternos minutos.
La gente había reaccionado. Cada persona a su manera. Cada atónito
segundo cambiando las actitudes y las pausas. Ninguno reaccionó como lo habría
esperado. Ni siquiera yo mismo. Noqueado y perplejo todavía por su última frase.
“Menos mal que no tuvimos el niño”
La peor frase en el peor momento. Cómo
si eso importara. Como si el hecho de que no fueran a morir todos los niños del
mundo este día no fuera más importante. Como si refutara nuestra vida en pareja
al completo. Como si nuestra unión pasajera y consentida no hubiera merecido la
pena sólo porque el mundo tenía fecha de caducidad.
Hoy
La sirena sonó de nuevo, más ahogada
y menos rato, y yo volví la vista en dirección opuesta. Hacia el interior del restaurante
de carretera secundaria. Hacia ella. Se encontraba en uno de los grupos, cincelados
en la relativa alegría que produce la pertenencia a algo, siquiera por un
pequeño momento. El grupo más numeroso, que denominé rápidamente “de los
móviles”. El menos resignado. El más previsible. Encorvados hacia los aparatos,
últimos modelos inteligentes de la historia, pero sin capacidad para hacer algo
frente al fin del mundo. Lo que les convertían en tan poco útiles como la
sirena. Y cuando las baterías morían, y lo viví varias veces, sus usuarios pasaban
al segundo grupo más numeroso. El de la barra. El de la bebida. El que empezaba
con voz baja y acababa en alarido o lloro. Sus habitantes originales se habían
reconocido perfectamente desde el inicio. Eran gestos encontrados en un bar.
Eran eternos.
El tercer grupo, apenas cuatro o
cinco, el de público más escaso. Los filósofos. Sin respuestas. Bocas de
discursos que acababan en la nada oscura antes de que ésta llegara. Ni siquiera
se ponían de acuerdo en el significado de que el fin llegara precisamente un
día como hoy.
Hoy
“¿A quién se le ocurre una excursión en una fecha como ésta?”
Todavía estaba aturdido por las palabras. El recuerdo de su penúltima
frase hizo que intentase buscarla con la mirada entre el gentío. La contemplé, ahora
sola, fumando indiferente, al final de la barra. Compañera de los fumadores, grupo
permeable a los otros y nutrido por ellos, resignados seres humanos.
La sirena sonó de nuevo, esta vez sola, cuando los policías
ya no lo intentaban. Tal vez un acto reflejo. Tal vez otro lamento corto en la
noche extraña. Cuando nadie hacía caso.
El tiempo pasó lento.
Observé ahora a los grupos que habían empezado el día como familias
y acababan disgregadas como si los minutos fueran décadas. La más alborotadora.
Mi preferida. La familia que se había sentado detrás de nosotros en la
excursión proseguía con sus riñas, ahora tan fuera de lugar, con ambos hijos
absortos en sus móviles, como si el WhatsApp funcionara, tratando de sacar de quicio
a sus padres una vez más.
Y recordé a los niños, ya nunca mayores. Otra cuestión de
tiempo.
Y ella. La niña de los ojos tristes seguía llorando. Ajena a
todo. Sola como la sirena. Lloraba, como un poema emotivo que ya no se escribiría
en ninguna parte del mundo.
El resto de niños aprovechaban una improvisada función de
cine, gracias al viejo proyector VHS del dueño del bar y su selección de
descoloridas cintas. Y los dos policías lo consiguieron por fin y el sonido
largo de la sirena significó una cosa diferente para cada uno. Los niños miraban
el coche con ojos iluminados. Como el inicio de una fiesta. Los móviles apretados
en manos humanas disparaban fotografías condenadas a la temporalidad. La barra,
abarrotada de copas alzadas en brindis silenciosos. Y los filósofos, paralizados,
seguían sin encontrar la respuesta a nada.
Y de repente la oscuridad reemprendió la marcha. Un grupo se
lo anunció a otro y la noticia se propagó. Los móviles se desprendieron de las
manos, y los fumadores tiraron sus últimas colillas. Y todos vieron luz en la
parte de atrás, una pradera de tierras deshabitadas. Las personas, ahora gente,
se apelotonaron. Todos los grupos se hicieron uno. Todos salieron. Ella me
buscó con los ojos, antes de partir hacia la nada, pero yo la rechacé con la
mirada. Corrí instintivamente hacia la niña de los ojos tristes. La abarqué con
mis brazos. Con mi fuerza de hombre. Los contemplé mientras salían.
La tensa calma dio paso al pánico y éste, en unos segundos,
al silencio.
Mientras tanto, yo abrazaba a la niña. Y después del silencio
que ya nadie vivió, la sirena sonó por última vez. Sola en la noche. Y para
cada ser hubiera significado algo diferente.
Y dentro del silencio, cuando el tiempo había muerto, la
niña alzó la vista y se encontró con mis ojos. No me lo pidió pero yo le hablé.
“No te preocupes. Mañana es Navidad y tú y yo vamos a vivir
para siempre.”